lunes, 16 de febrero de 2015



Sărbătorile poeziei





Alexandru Philippide (1900-1979)

Hijo del gran lingüista y filólogo de igual nombre, graduado en Derecho
y en Letras, cultivó durante toda una vida la ensayística, la historia y la
crítica literarias. Es el mejor traductor de poetas ingleses, franceses,
alemanes y rusos. Por temas y expresión pertenece a un romanticismo
tardío, bajo la clara influencia de Poe, Hölderlin, Novalis, Rilke y
Baudelaire. Su sensibilidad poética, su gran cultura y un dominio total
de la preceptiva le han permitido crear una obra muy original.
Obra. Poesía: Oro estéril; Rocas bajo relámpagos; Sueños bajo el
retumbo del tiempo; Monólogo en el Babilón. Narrativa: La flor del
barranco. Ensayística y crítica: Estudios y retratos literarios; Estudios
de literatura universal: El escritor y su arte; Consideraciones confortables;
Puntos cardinales europeos. El horizonte romántico.

Bajo las grandes soledades

Bajo las grandes soledades que hay en mí
oigo desde hace mucho una canción. Pero
es algo que no se puede escuchar
más que con los oídos del alma.
Sonidos apagados, murmullos de estrellas,
torbellinos de sueños y recuerdos de vientos,
sonoras imaginaciones que pueden ser luz,
presencia a quien no le hace falta la palabra.

Cuántas veces he subido,
al creer que podría vencer,
en la canoa del sueño,
navegando al azar,
sobre los mares del silencio interior,
para dar con aquel misterioso cantante
(pues un cantante tenía que ser),
para acogerlo fraternalmente y decirle:
«Amigo, te llevo en el alma;
aunque no te he conocido jamás en la vida».

Tan débil se oye algunas veces,
que parece extraviado en las lejanías astrales,
pero otras veces lo siento tan cercano,
como un violín detrás de la pared,
como si fuera solo una puerta
que nos separase.
Pero no he dado un paso más
y de nuevo despierto echado
en las orillas de la vida cotidiana,
náufrago eterno del sueño.
Algunas veces yendo en su busca,
me envuelve de repente el miedo
y, bajo un juramento extraño,
me veo obligado a llevar el sueño hasta el fin.
¡Hermosos pensamientos amenazantes!
Tengo miedo a encontrarme
con un misterio pavoroso.
¿Cómo podría creer que es algo parecido a mí,
si ha bajado de las estrellas?
¿Qué cara imaginarme para el desconocido
que desde siempre vive dentro de mí?

Entonces trato de salir del sueño,
pero él, inflexible, me atrae hacia el eterno enigma
del cual me separa cada vez un nuevo miedo.
Es así que estoy luchando siempre con el pavor y el deseo,
los dos eternos, vanos los dos.

Pasan a veces largos días
cuando la canción desaparece,
y entonces su recuerdo
es más vivo que su presencia y duele más.
¡Oh, dulce viento del corazón vacío!
En cada encrucijada difícil de la vida
lo he oído avisándome fraternalmente,
y mis antepasados, cuando vienen a preguntarme,
él, como una cigarra, los acompaña.

En los atardeceres, cuando regreso hacia el pasado
y durante las profundas noches,
cuando todo lo que me dolió en la vida
despierta otra vez en el alma,
siento la canción cual brisa dulce cerca de mí,
como en un ensueño de otra hora
he creído que oía hablar a una estrella.

¡Oh, esa canción sin nombre!
¿La oiré incluso en el umbral de la muerte?
¿Lograré, en mi último instante,
conocer sin temor, ni deseo,
al cantante escondido dentro de mí?


Balada de la vieja taberna

Quedábamos en las mesas amontonados,
cuerpos pegados, almas errantes,
como unos emigrantes fatigados
en el vientre de una antigua galera,
viajando hacia una América de sueño.

La joven con ojos de carbúnculo
nos ponía en las copas bebidas fuertes
y largas miradas acechantes
atravesaban nuestro pecho,
negras saetas resonando dulcemente.

¿Qué triste escultor empobrecido
había pagado el vino al bodeguero
con aquella estatua bárbara,
hecha de alquitrán, extraña Venus,
con la coronilla en el techo lleno de grasas?

La joven de caderas rollizas,
que habíamos amado cada uno,
cantaba romances de barriada
con la voz ronca y llena de dulzura
de una vieja drogadicta.

Aullaban afuera en la nieve
todos los invitados al Sabbat,
y nos llamaban continuamente
a salir con ellos hacia las barriadas,
cabalgando sobre el viento cruel.
Pero nosotros mirábamos con pensar cansado,
entre los vulgares estribillos,
hacia un recién llegado
y unos pensamientos subterráneos
nos envolvían lentos, tentadores.

¿Desde dónde había llegado hasta nosotros?
Nadie lo habia visto entrar,
¡Qué reunión de fantasmas!
La joven nos servía las copas
y se sentaba junto a nosotros.

¿Para qué asombrarse del nuevo huésped
y de su vieja indumentaria?
Llevaba un frac verde bien bordado,
zapatos con broche de plata, corbata ancha,
cual pañuelo, mangas decorosas.

Con ojos brillantes en lo hondo de la blanca frente,
nos miraba a todos haciendo girar
con sus dedos largos como ganchos
un estilete más que afilado,
con la vaina llena de incrustaciones árabes.

Hemos escuchado después
su voz con modulaciones felinas;
y bajo sus palabras, nuevos deseos
encendían crueles rubíes
en la noche de nuestras almas.

Hablaba de una gran armada,
de un emperador sombrío,
de un extraño mundo
con almas compradas:

«El remordimiento no está en el futuro».
Nos hemos pinchado las venas por turno
y hemos firmado con sangre.
La estatua nos servía cantando
con la voz ronca llena de dulzura
y el aguardiente sabía a sangre.

Ay, ¡qué olor de azufre antiguo!
¿Dónde está el extraño huésped?
¿No lo habéis visto encima de la mesa,
con su frac verde de colas levantadas?
De sus zapatos asomaban dos pezuñas.

¿Cuántos se han ido, cuántos han quedado
de nuestra reunión de aquel entonces?
Ha pasado el tiempo –¿un siglo, una hora?–
La maldición de aquella vieja taberna
nos persigue aún paso a paso.
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© Darie Novăceanu, 2015