miércoles, 9 de abril de 2014



La Guerra Fría calienta cabezas


1. Desde Kremlin a Londres




Durante toda la Guerra Fría, cuando se han fabricado armas capaces de destruir el planeta, nadie había construido con dos palabras una herramienta idónea para cambiar el mundo sin atentar a la vida. Una arma... inocua, para decirlo de algún modo. Como la democracia, que es de donde nace. Sin la cual no hubiera podido funcionar, ni soñaba prescindir de ella. Tan sólo querría devolverle la luz primigenia, quitándole el bruñido  ateniense, el cesarismo de por doquier y la presuntuosidad parlamentaria, donde la cantidad aniquila la calidad y hace que el idiota [voto en mano] se sienta al lado del genio y le pregunta ¿cómo te va, hermano?... Palabras de Sócrates rumano.

Nadie, hasta Mijaíl Serguévich Gorbachov, había concebido semejante apero político. Ni era concebible más que por un marxista que había vivido los avatares de la doctrina, confiado en las virtudes de los pueblos y la necesaria moralidad de la política.

            Cuento aparte, el hecho de que la perestroika no haya cuajado, no querrá decir que haya fracasado, sino tan sólo que no ha vencido. Dar en el blanco sin bala y vencer, es muy difícil, para muchos inimaginable. Para triunfar, la perestroika necesitaba tiempo, mucho tiempo; a la medida del mucho espacio que se proponía reformar. Tiempo sin pausa pero sin prisa, para hacer las cosas bien. Para democratizar un estado inmenso dentro de un proceso gradual, siempre en el ámbito de una opción socialista.


Estancado en la vastedad euro-asiática, el tiempo de los zares languidecía bajo el espejismo leninista de una prosperidad aplazada cada quinquenio para el siguiente, en  un futuro lleno de promesas, donde reinaba una única ley que, nunca escrita, se cumplía a rajatabla: ahí todo está prohibido y lo que no está prohibido, es obligatorio.

            Despertar del letargo un imperio con 154 nacionalidades – 57 con territorio propio –, 125 lenguas censadas, más otras etnias perdidas en los lugares más inhóspitos de la tierra, exigía un esfuerzo sobrehumano y, sobre todo, tiempo. Mucho tiempo para tanto estado que, por encima, iba desgastado por una carrera armamentística extenuante.

Y como si no fuera bastante, su dominio político y económico se extendía más allá de los pagos propios, en todo el Este y Sureste europeo. La geografía más castigada del continente, desde las invasiones de los bárbaros hasta la actual barbarie de la globalización. Territorio sojuzgado por Stalin con la benevolencia irresponsable del Occidente que, por mucha comodidad y no poca infamia, ha permitido la expansión del comunismo, con tal de detenerse en los mojones de sus fronteras. Aseguradas luego por el Muro que, al contrario de lo que se ha dicho y se sigue diciendo, no ha sido construido para impedir el paso del capitalismo al mundo socialista, sino más bien para que el fantasma del comunismo no recorra más Europa.

            Nada de protección contra el capitalismo. Simplemente, un dique de contención para posibles crecidas humanas. Que no han sido posibles hasta que la perestroika haya socavado sus cimientos, empezando desde los márgenes – es decir, los países del Este –, las que mantenían su estabilidad. Con ello, la doctrina de Breznev, de soberanía limitada, daba paso a la doctrina Sinatra, como, con humor, explicará Ghenadi Gherasimov, portavoz de Gorbachov, recordando una canción de éste, donde cada uno hace las cosas a su manera (to do things their way).

           

Con la llegada de la perestroika, una intervención militar soviética en los asuntos internos de los países del Este, como la de Budapest (1956) o Praga (1968), era impensable. Y es así como, para pasar al Oeste, los alemanes del Este, los redegistas, han descubierto caminos nuevos, eludiendo las alambradas cargadas con voltios para freír elefantes. Es así como, desde mediados de septiembre de 1989, hasta la caída del Muro, por Hungría, Checoslovaquia y Polonia, habían pasado al “infierno capitalista”, exactamente, 185.693 personas. Lo que, en relación con los 4000 “huidos” en toda la existencia del Muro, no necesita comentario: desde el ridículo 0,39 por ciento se había pasado a 3094,88 por ciento personas por día. Sin arriesgarse la vida, donde las estadísticas son exactas pero equivocadas: a los 79 muertos, junto a la valla, hay que sumar los millones de perecidos en las colonias de trabajo, en todo el bloque socialista, más los millones de desaparecidos en los archipiélagos de cárceles, prisiones y campos de concentración de la Gran Patria Soviética.

           

La verdad última: no se trata de infiernos ni de paraísos, sino de libertad. O sea, de “la condición del hombre no sujeto a esclavitud”. Sin interés para los que la han tenido desde siempre. Añorada por los que han nacido sin ella. Desear tenerla sin saltar alambradas y sin caer en las almadrabas de la policía y demás órganos de vigilancia, ha sido el sufrido sueño de los pueblos avasallados por las dictaduras comunistas del Este. Ganar la libertad y vivirla en tu propia tierra, y no en otra parte, sin el miedo que podrías perderla. Esta ha sido la indiscutible contribución de la perestroika en el desarrollo de los valores fundamentales de la democracia a fines del siglo pasado. También de la libertad, puesto que los dos conceptos van siempre juntos. Ni el uno ni el otro puede actuar por sí solo. Que es desde donde, según contenidos e intereses políticos, empiezan las diferencias que la perestroika trataba de apaciguar, dejando al lado el decálogo del Manifiesto Comunista para buscar caminos nuevos.  

            Y es de justicia reconocer que los redegistas han sido los primeros en superar el miedo a tantos muros que los rodeaban la vida, día y noche. Con más mérito si no nos olvidemos que estaban cuidados por la Stasi, la policía política famosa por su rigor y disciplina, mejor organizada y dotada que las de los demás países del Este. Aparte la plantilla que, en el año 1989, tenía 174.000 oficiales y colaboradores, especialistas en el cultivo intensivo de angustias, desconfianzas, dudas, recelos, torturas y muertes. De insomnios y desesperación. Árboles invisibles, devoradores de almas y cuerpos. 

        Con la perestroika, vencida la selva del miedo, El Muro perdía su vigencia psíquica y quedaba la voluntad de los alemanes para poner la fecha del desplome físico y el regreso a su historia: jueves, 9 de noviembre de 1989, a las 18 y 57 minutos.

             
           Conocida por todo el planeta, la película del evento arranca en la sala de prensa del gobierno, donde el reloj marca la fecha, y sale a la calle donde El Muro  y la diosa de la Victoria, en su cuadriga de bronce, coronando La Puerta de Brandenburgo.

Pero las secuencias inmediatas – martillos y azadones, júbilos y abrazos – no son las que sorprenden mejor la realidad. Faltan las imágenes del Palacio del príncipe Rodzwill, de Varsovia, donde Helmut Kohl se levanta de la cena de gala y se despide de sus anfitriones con un estampido – Es lo que esperábamos durante los últimos 40 años.- para aparecer horas después en la balaustrada del Ayuntamiento de Schoenberg, a dos pasos del Muro. Faltan, pasada la medianoche, las ventanas iluminadas de la dacha donde Gorbachov, después de hablar por teléfono con Kohl, sigue preocupado por las informaciones llegadas por otros conductos y no puede conciliar el sueño.



Falta la soledad apacible de los jardines y la grava blanca del Elíseo, mientras Mitterrand se pasea por los del Palacio de Rosenberg, en Copenhague. Faltan las puertas  de La Residencia de Downing Street donde, contrariada, Margaret Thatcher está bajando las persianas. Falta el césped cortado, tejido con  micrófonos y microcámaras, de La Casa Blanca, donde George.W. Bush  piensa en una partida de pesca.

Y, por fin, pero en lo primero, faltan los tanques soviéticos consignados por Gorbachov en los barracones de Berlín, mientras los carros norteamericanos, listos para el combate, se acercan por la autopista Hof-Nürenberg a las fronteras con la RDA.

            No faltan los aparatosos relojes empotrados en las torres de las catedrales y o en las fachadas de los palacios – Todas [las horas] hieren, la última mata -, ni, en las plazas públicas, los caballos a trote parado y los jinetes de la historia que, esta vez por puro milagro, con millones de soldados listos por luchar, evita el estallido de la guerra.

            Faltan, en cambio, los documentos que prueban el desconcierto de las potencias occidentales frente al repentino derrumbe de la metáfora de piedra. Desprevenidas y tan confusas, que parecen dispuestas a ofrecer andamios nuevos para recuperar el símbolo de sus fértiles debilidades, siempre sin confesar. En apuros, frente al desenlace, las confiesan a medias. Así, desde Copenhague, la voz de Mitterrand: La decisión de la RDA abre vías mejores para Europa, pero más difíciles. Y, desde Londres, la Thathcer insiste en que el derrumbamiento del Muro no debe implicar el del sistema defensivo occidental y rehúsa hablar de una Alemania reunificada. Porque sería demasiado de prisa. Estas cosas hay que hacerlas poco a poco, con mucha precaución. Mientras que, desde la Casa Blanca, Bush celebra el evento con una admirable ambigüedad: Me alegro, pero no soy un hombre demasiado emocional.

           

Diez años más tarde, durante un coloquio conmemorativo, en Berlín, Bush se enorgullecía por haber desoído, aquella noche, la sugerencia de sus colaboradores de presentarse inmediatamente al lado de los escombros del Muro, ofreciendo una explicación más que razonable, pero incompleta: No queríamos complicar más la vida de Gorbachov, puesto que era inmoral ponerle el dedo en el ojo. Motivación estupenda, guardando para sí el motivo fundamental: faltaban menos de tres semanas para la Cumbre que se preparaba, entre él y Gorbachov, en las aguas de Malta, lejos de las miradas del mundo. Los documentos previos estaban elaborados y la presencia física de Bush, en Berlín imponía revisar textos, corregir párrafos y añadir otros para que encajaran con las nuevas circunstancias, sobre todo con el futuro que estas suponían.

            Nada sorprendente por ello, que apenas en el 2010, de los documentos desclasificados por Foriegn Office nos hemos enterado que en sus conversaciones con Gorbachov, en el Kremlin, en septiembre de 1989, cuando la muralla empezaba a resquebrarse, la Thatcher la apuntalaba por todas partes: A Gran Bretaña y a Europa Occidental no les interesan la unificación de Alemania. [...] le puedo asegurar que esta es también la postura del presidente de Estados Unidos. Más claro, agua. Y nada más arriesgado para un político que, sin mandato alguno, se auto delega, hablando en el nombre de todo el Occidente, a sabiendas que no todo pensaba lo mismo. Por ello, cautelosa, antes de  transmitirle esta decisión, la Thathcer había pedido que no fuera transcrita ni registrada. Petición cumplida por los asistentes de Gorbachov, pero luego, como buenos celadores de las palabras, las habían añadido, mencionando: la siguiente parte de las conversaciones se transcribe de memoria.

            No es un pormenor insignificante: en este caso, el Occidente actuaba a espaldas de las dos Alemania, sobre todo la Federal. No quería la unificación, pero tampoco quería que esto se sepa y trataba de impedirla a expensas de Gorbachov, pasándole una responsabilidad que éste ya no estaba dispuesto  asumirla.

Después del efecto perestroika en los países del Este, y, sobre todo, tras sus conversaciones con Kohl (Ludwigshafen, junio de 1989), cuando hemos llegado a conocernos a nivel humano y a confiar el uno en el otro, como se acordará algún día el canciller alemán, Gorbachov sabía que el futuro no habrá de ser el que había sido, ni para el Este ni para el Oeste. Sus oportunas visitas en varias capitales del mundo y, de manera especial, las conversaciones mantenidas, en Kremlin, con altos dignatarios occidentales, le habían brindado una otra visión sobre este otro porvenir. Los principios que, mal que bien, habían gobernado las relaciones internacionales debían integrar conceptos nuevos. La coexistencia pacífica, después de Helsinki (1975), ya no era suficiente para la seguridad del continente, y los primeros pasos hacia la cooperación y colaboración traían más exigencias.

Obviamente, los líderes occidentales tenían también sus visiones propias del futuro. Retratos sobre la tela de otros retratos. Así, en una galería imaginaria, Bush, Thathcer y Mitterrand eran legatarios de predecesores famosos. Al menos dos para cada uno: Woodrow Wilson y Roosevelt; Disraeli y Churchill; Napoleón y De Gaulle. Y a continuación, con más espacio por medio, Helmut Kohl, heredero directo, entre otros, de Bismarck y Adenauer.

         Entre el emocionado y prudente Bush y el taciturno y enigmático Mitterrand, la soltura y la firmeza de la dama de hierro. Voz inalterable en sus discursos. Introvertida, inteligente, no exenta de una oportuna franqueza. Sensible al caminar de la historia, no desandaba a ojos cerrados los setenta años para volver a Versalles, sino para llevar hacia el futuro un pasado imaginado según sus deseos.  Desafiaba casi siempre la voluntad de los demás para imponer la suya, indiferente a los costos que esto supone.

En este sentido, sus conversaciones con Gorbachov la definen a fondo y valen más que las mejores páginas de las mejores novelas históricas del siglo XX, alcanzando a veces una tensión casi shakesperiana. Halagüeña - Usted y yo tenemos caracteres parecidos. Cada uno quiere que diga la última palabra -, cumple con los imperativos de Helsinki, invocando la libre circulación de los hombres y de las ideas, e intenta, pedagógicamente, inculcarle los valores al día de la democracia, obligando al interlocutor a defenderse con sus estudios: – Sepa usted que soy jurista. Que estudié a fondo la democracia, desde la de la Roma antigua hasta la democracia burguesa inglesa, y mi tesina de fin de carrera en la universidad tenía por tema la democracia.

Tan empeñada en defender pasados inexistentes y futuros hipotéticos,  la Tathcer se olvidaba que tenía delante a Gorbachov y un imperio con más historia que el colonial británico. Y no al general Leopoldo Galtieri que, por acercarse a las orillas de las Malvinas (abril del 1982), ha sucumbido frente a una fuerza expedicionaria inusual después de la Segunda Guerra Mundial. A sus órdenes, con el apoyo de los satélites de Estados Unidos, las cimitarras empuñadas por los mercenarios nepaleses y el frío austral, la contienda había hundido a Argentina en la peor crisis económica. Mientras en el archipiélago, los pastores que no sabían ingles, cuidarán, sosegados, sus ovejas.

Conservadas, la mayoría, bajo siete sigilos, estas conversaciones son solamente la punta de un iceberg difícil de apreciar,  que no deja lugar a dudas sobre la prepotencia victoriana de la primera ministra de Gran Bretaña de aquellos años.    Para ella, Europa del Este era un poco más grande que las Malvinas. Y le importaba un rábano sus pueblos-rebaños. Tratamiento que para el futuro del mundo traerá sus ineludibles consecuencias.



Madrid, 2001-2014



Posdata, abril de 2014. Consecuencias que apenas ahora se asoman por las esquinas resquebradas de una historia mal-escrita. Urge reescribirla; reescribirla transparentemente, con sensatez y responsabilidad moral y política e incluso lingüística. Respetando el [buen]sentido y la etimología de las palabras: ¡maidan no significa revolución! Herencia turco-otomana, maidan representa un “terreno abierto, baldío, dentro o al borde de una localidad.” Sitio vacío por donde pasa pero no vive nadie. Ni siquiera los rebaños. Tal como lo recoge mi diccionario rumano. También los vocabularios de los pueblos vecinos, países recorridos por las cimitarras de antaño. 

Esta vez, el apego de los occidentales a  las rarezas orientales les ha traído por el callejón de la amargura. Porque ni las expresiones lingüísticas guardan matices cercanas a los deseos o sueños de los intrusos ajenos. En rumano, a bate maidanul significa perder el tiempo, vagabundear; máximo, merodear. Hasta el británico George Orwell lo sabía: en su gloriosa novela la rebelión se da en una granja. O sea, “finca rústica con vivienda y dependencias para el ganado.” Que él confundía la granja con el Kremlin, es asunto de otro costal. Y éste no estaba colgado de la Torre de Londres.

Nota explicativa. Archivado en mis Carpetas para nunca jamás, este texto viene a continuación de Parábola de las Murallas - véase este Blog, lunes 31 de Marzo de 2014. Seguirán otros más, puesto que hablando se entiende la gente.

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© Darie Novăceanu - 2014. Reservados todos los derechos.